miércoles, 5 de septiembre de 2007

La violencia

Hoy los argentinos actuamos bajo emoción violenta. Tenemos un país donde sólo rige la ley de la fuerza. Los crédulos, los esperanzados, los que aún comen, los que tienen salud prepaga y educación, los que sueñan, los que tienen seguridad privada y tarjetas de crédito, todos ellos son, por ahora, sobrevivientes de esta gran tragedia argentina. Desde luego hay muchos otros, digamos unos 20 millones de argentinos que ya no comparten esos privilegios. Entre otras causas, porque están debajo del nivel de pobreza desde hace rato, más aún después de la maxi devaluación que promovió Eduardo Duhalde en enero del 2002 y que ya elevó el número de indigentes a casi 9 millones de personas. Y porque tal vez en su infancia conocieron un país próspero y razonable, donde se podía respirar sin taquicardias, y al que contribuyeron sus padres con trabajo, esa palabra maravillosa y siniestra a la vez que hoy tiene pronóstico reservado. Tanto que, en los próximos diez años, si no sucede un cambio en las relaciones laborales, irrumpirá una generación entera de chicos alimentada con sobras y alimentos de segunda. Una verdadera bomba de tiempo amasada en el rencor, la ignorancia y el resentimiento. Ellos sólo tendrán odio para ofrecer. Y será un problema estratégico que, de no resolverse, sólo sumará más violencia e inseguridad. Sin embargo, entre unos y otros hay algunas cosas en común. Si bien los separa la tensión exclusión-inclusión, los emparentan dos circunstancias novedosas: 1) La violencia diaria, el día de furia que crispa los nervios colectivamente por mil razones diferentes, y que se ha convertido en una emoción que envuelve y contagia. 2) La violencia criminal del hampa (que sabemos ahora oficialmente que puede ser policial), una violencia que de tan democrática que es no hace distingo de clase. Ataca fuerte y a cualquiera. En el medio hay un gobierno que no acierta el camino correcto para bajar la conflictividad creciente, pero que sabe sin duda que del cóctel que bebemos sólo puede derivar más violencia social. Hay que buscar caminos y un proyecto para revolucionar esta realidad. ¿Qué nos queda por perder?!

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